martes, 7 de octubre de 2008

Octavio Paz en un diálogo (monólogo aprisionado en la muerte de un ciudadano de a lápiz

Más irónico de lo necesario descubrí que era, leyendo a Octavio Paz. Uno de sus libros, “La soledad del Laberinto”. Y ahora, y fue lo que me hizo escribir enérgicamente, leo una recopilación de las cartas que envío a Gimferrer entre los años 1966-1997 editadas por Seix Barral con el título Memorías y Palabras (primera edición, 1999).


Mi poesía está, creo, marcada más de lo necesario por el discurso periodístico, publicitario y político. Soy lenguaje hibrido, si es que lo híbrido puede ser solo híbrido.

Con Paz he descubierto también que hay que dejar hablar a las cosas como una forma, Creo, de callarnos, como dice Lihn, creo.

La poesía es una forma de callar.

También destácase mi deseo aprendido de Paz, que la poesía, transgresión del lenguaje, es juego natural y la escritura transparencia (supongo para los que no usan la ironía).

Es extraño que ironía y economía no sean compatible, o a los menos afines en la poética pacífica.

Seamos modestos un poco más dice Paz. Cómo se puede ser modesto transgrediendo, y sobre todo, el lenguaje en una época de desgaste sádico y cruel.

Cuando escribo no soy yo el que escribe, sino las palabras que me escriben. Las cosas por su nombre y los nombres por sus cosas.


La imagen está completa al parecer cuando le hemos dado la voz del significante. Sino la vemos escrita, aun no la vemos (ver parece hacer) respirar.

El sentimiento, la pasión, el horror, la angustia, en fin, el ser humano, dan la nota que se derrama por el oído delirante. Así transcurre el sonoro vaivén de la vida en ascuas.

Cuando se descubre la poesía ya no puedes volver atrás. Vas siempre avanzando, siempre y cuando no te desvías, habrás perdido el rumbo y habrás ganado el tiempo eterno que es lo que se necesita para este tipo de sensaciones tan irreales como reales, tan trascendentales como intrascendentales, tan llenas de vacío, con y sin sentido.








Antes de escribir tenemos una imagen en la cabeza a punto de parir.

La escritura saca prematura la imagen de nuestra matriz mágica.


La escritura es el estilete que corta, abre, traspasa las cosas y las muestra en su ser de cristal. Ser frágil, traspasable, abierto, dispuesto, reflexible, tanto como no ser.

Cuando escribes te desdoblas y la piel se vuelve sangre y la sangre músculo, y los ojos miran hacia adentro. La nariz nos huele.

Una continuidad fetal.

Escribir es dejar que el silencio de la vida te preñe, te acoja, te ataje, te lance y sacuda en el cosmos.

Cuando escribes desparramas, distraes. Te desparramas, te distraes.

Te apartas.

Como se trata de un delirio delirante, intenso, apasionado, ansioso y angustiante (no sé por qué aún no lo siento, porque tal vez, no tiene sentido para mí, ¿será un mal necesario para la escritura y la poesía?), estás apresurado, quieres seguir y seguir. Los dedos y las manos se caen por el peso del cansancio. Escribir es cansancio que te da ánimo en este sentido ¿o no?.

Y, entonces, leer es placer de sentir que el otro escribe por ti (en parte tu sigues escribiendo en el texto del otro) (¿quién habrá descrito esto antes, ¿escribo yo?).

Mientras escribo no leo pero mientras leo escribo. He ahí una de las diferencias que unen ambas acciones mágicas.

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